Cuando de algo malo surgió lo mejor

Aprovechando que hoy es San Valentín contaré una historia de amor.  Para ello tendré que moverme un poco adelante y atrás en el tiempo. Espero no perderme y ser capaz de indicaros el camino.

En la época que pasé en hemodiálisis una de las cosas que más me quitaba el sueño era el miedo a que ningún chico quisiera salir conmigo, por suponer yo una complicación. Puede que para los médicos las grandes preguntas fueran cuáles eran mis niveles de potasio o cuánta heparina debían recetarme. Pero qué le vamos a hacer, una ante todo es humana y mis preguntas eran muy distintas: ¿podré seguir los estudios? ¿encontraré algún trabajo? ¿tendré hijos? y sobre todo, dada mi edad, ¿querrá algún chico salir con una chica enferma?

Los médicos se preocupaban de salvarme la vida y yo para ayudar hacía todo lo que me aconsejaban; pero los que tenemos una enfermedad grave no queremos estar vivos ¿verdad? Lo que queremos es VIVIR. Al fin y al cabo lo que nos hace humanos no es que el corazón nos lata al ritmo adecuado o que los riñones limpien nuestra sangre, sino las ideas, los sueños, la esperanza, el amor,...

Lo cierto es que los médicos lo hicieron muy bien y yo pude seguir con mis clases en la universidad, mis salidas con los amigos y mis comidas de coco.

Cuando llegó mi trasplante (de eso os hablaré pronto) yo seguía sin pareja. Pero voy a ser sincera, la enfermedad no tenía nada que ver, era mi carácter introvertido y mis gustos un poquito alejados de los de la gente de mi edad.

El caso es que terminé la carrera de pedagogía cuando había pasado aproximadamente un año del trasplante y todo iba de maravilla. Las infecciones urinarias me daban la lata de forma recurrente, pero nada que implicase un motivo de preocupación. Me sentía llena de vida y de sueños y (con la aprobación de mi nefrólogo) decidí solicitar una beca Erasmus para estudiar en Freiburg (Alemania) Ahora solicitar esas becas está de moda, pero en aquella época estaban empezando y casi nadie quería ir a Alemania, así que me la concedieron aunque no hablase apenas el idioma (bueno ayudo que yo exagerara un pelín mis conocimientos de la lengua teutona y el tener una madre alemana)

Y allí me planté yo tan ancha con mis maletas y mis cuatro frases dispuesta a comerme el mundo. Entre mis planes: aprender alemán, encontrar algún trabajillo y (sí, sí, lo que os estabais imaginando) echarme un novio alemán, guapo y a ser posible macizo (que puestos a soñar)

Las clases no empezaban hasta quince días después de mi llegada, así que me compré un abono de tren, un termo (que no veáis el frío que hacía allí en octubre) y me dediqué a recorrer la región con mi mochila a la espalda y grandes dosis de entusiasmo. Me bajaba en alguna estación, sacaba mi mapa (que antes no existía eso del GPS) y me iba atravesando bosques, prados y lo que encontrase, hasta llegar a una nueva estación donde coger el tren de vuelta. Algunos de los recuerdos más hermosos que guardo en mi memoria son de aquellas excursiones a solas con mis pensamientos, disfrutando de la belleza del paisaje y respirando con ansias la vida.

Finalmente se acabaron esas mini vacaciones y llegó el día de empezar las clases. Me acosté nerviosa pero impaciente, me sentía con tanta energía, nada malo podía ocurrirme ya... ¿o sí?
Aquella misma noche me desperté con unos dolores terribles, me acerqué al cuarto de baño pero las piernas a penas me sostenían. Noté que la fístula había dejado de funcionar y me asusté muchísimo. Llamé a voces a la mujer que me alojaba y le pedí que me llevara a urgencias. Y allí me quedé ingresada completamente sola, a las cuatro de la madrugada, a cinco escasas horas de que empezara realmente mi aventura en Freiburg.

A la mañana siguiente el frasco en el que debía recoger la orina para un análisis, en vez de llenarse de un cálido líquido amarillo se tiñó de brillante rojo. Y así un día tras otro.
No me enrollaré ahora hablando del difícil mes en el que a duras penas conseguía comunicarme con los médicos, en el que tenía que respirar hondo cada tarde para que mis padres no percibiesen mi llanto a través del teléfono, pero que también tuvo sus buenos momentos, como todo en esta vida. Solo diré que mantuve las esperanzas de reanudar mis planes hasta el último segundo, pero llegó el momento de ser realista. Me habían detectado una piedra en el riñón trasplantado que había que eliminar y la decisión más sensata me pareció volver a España con mis médicos.

Así decía adiós a un sueño y regresaba a casa, porqué no decirlo, bastante triste y decepcionada.
Y ahora es cuando tenemos que volver atrás y retomar el comienzo de esta historia.

Mientras estaba en diálisis y me preguntaba si algún chico se interesaría por alguien atado a una máquina, seguía saliendo con mis amigos, yendo al cine y manteniendo encendidas conversaciones filosóficas (como debe der ser a los veintipocos) Y en ese grupo de amigos había un chico al que conocía desde que yo tenía 15 años y él 17. El típico chico al que le gustaría ser más que un simple amigo (sí, ya sé que suena peliculero, pero es que fue así) Ese chico al poco de conocerle se convirtió en mi mejor amigo y mantuvimos una larga relación epistolar (¡con cartas, sí! A lo Cyrano de Bergerac. Que entonces no había correo electrónico y mucho menos redes sociales)

Y aquí pegamos de nuevo un salto en el tiempo (que mareo) y volvemos a mi decepcionante regreso de Alemania. 
Llevaba solo un par de días en casa y aún no le había anunciado a nadie mi vuelta porque, la verdad, no tenía muchas ganas de interacciones sociales. Entonces sonó el timbre de la puerta y al abrir, ahí estaba él, que había ido a preguntarle a mi hermano que tal me iba en el hospital en Freiburg. Recuerdo perfectamente su cara al verme y su intento de mostrar decepción por no ir en contra de mis sentimientos, mientras sus ojos brillaban mostrando lo contrario.

Alexander Graham Bell dijo una vez:
Cuando una puerta se cierra, otra se abre, pero a menudo vemos tanto tiempo y con tanta tristeza la puerta que se cierra que no notamos otra que se ha abierto para nosotros.

A mí nunca me ha gustado quedarme demasiado rato parada
delante de una puerta cerrada; así que esa misma noche escribí una nueva carta a aquel chico.

Y no puedo contaros el final de la historia, porque de momento no tiene final... espero que no lo tenga nunca.




 
Esta historia te la dedico a ti, Antonio, el amor de mi vida desde hace 17 años. A ti que me conociste en la salud y en la enfermedad, en lo bueno y en lo malo, cuando nuestras vidas a penas estaban empezando y podías escoger caminos más sencillos. Siempre supiste ver a la mujer y no la máquina, el agotamiento o  la cara hinchada por la cortisona. Siempre miraste a la persona y no las circunstancias; y dejaste una puerta abierta para mí. 
No sabes cuánto celebro cada día el momento en que decidí cruzar esa puerta.
Te quiero.


Esther

Comentarios

  1. Muchas gracias Ana, siempre tienes una palabra amable.
    Tu amiga
    Esther

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  2. Preciosa historia de amor...
    Soy la mujer de un trasplantado de riñón hace año y medio. A lo largo de su enfermedad he tenido la oportunidad de conocer a varios enfermos en su misma situación, os admiro! La valentía con la que os enfrentáis a esta enfermedad es envidiable. He aprendido muchísimo de vosotr@s. Gracias!!!

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    1. Hola Manoli, muchas gracias por tu bonito comentario.
      Para mí es admirable la valentía de las personas como tú o mi marido, capaces de mantener el amor intacto aunque les lleve por caminos llenos de baches y rocas. No creas que todo el mundo es capaz.
      Nuestra valentía se sustenta en las personas como vosotros.

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  3. Estoy de acuerdo con Manoli, preciosa historia de amor, y yo añadiría maravillosa forma de ser contada. Gracias por compartirla!!

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    1. Hola Gisela. Gracias por el cumplido y sobretodo gracias por aportar de nuevo tus comentarios. Es un placer verte por aquí. Un abrazo.

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