Entre mis recuerdos guardo hojas y hojas que escribí durante los más de tres años que transcurrieron entre que pasé de creer que no tendría hijos a tener un precioso bebé entre mis brazos.
Son escritos que hablan de miedos e ilusiones, de baches
que te hacen tropezar pero no te tiran, de perseguir un sueño pero
actuar siempre con cabeza,... cosas en definitiva por las que todos los
enfermos crónicos pasamos.
Este blog me pareció una buena oportunidad para sacar a
la luz aquellos textos dormidos en mi cajón... Quizás alguno de ellos os sirva a los que
ahora transitáis por una senda llena de curvas como aquella.
Cambiando de planes
Es tan intensa la experiencia de haber vivido dependiendo de una máquina y de un día para otro poder olvidarse de esas pesadas sesiones de tres horas tres días a la semana, que lo primero que se dice uno a sí mismo es que jamás hará nada que pueda contribuir a devolverle a la primera situación.
Por eso el día que le pedí matrimonio a mi novio, le recordé que había decidido no tener hijos. Yo siempre me había imaginado mamá de un par de niños, supongo que es lo que casi todas las niñas imaginan al pensar en su futuro. Luego la decisión se comparte entre una misma y la vida, que a menudo tiene también mucho que decir.
No es que de pronto ya no quisiera tener hijos, es que había decidido que no debía tenerlos, que nada en este mundo merecía arriesgarse a volver a diálisis. Y lamentablemente, la adopción internacional requería vivir varias semanas en algún país cuyo sistema sanitario no me ofrecía las garantías mínimas.
Antonio, que es ahora mi marido lo comprendió desde el principio. El vivió muy de cerca todo el proceso antes, durante y después de la diálisis, pues éramos buenos amigos (esa historia ya la conocéis) Sé que nadie a quien hubiera conocido después habría podido comprenderme tan bien.
Me pregunto si he tomado la decisión correcta, entonces cierro los ojos y me veo en la habitación del hospital. Esa donde nadie puede entrar a visitarme y a la que los médicos y las enfermeras acceden con batas desechables, mascarillas, gorros de plástico y fundas para los zapatos. Todo es poco para evitar el riesgo de contagiarme algo, ahora que mis defensas están reducidas al mínimo para que mi organismo no se defienda de ese nuevo órgano que él interpreta como un invasor y, sin embargo, para mi mente ya forma parte de mi ser. Llevo solo diez días trasplantada. El médico se me acerca y me dice que esa misma noche vendrá un enfermero para llevarme a diálisis, el riñón no está limpiando mi sangre y las impurezas vuelven a acumularse en ella. No debo preocuparme -me dice- es habitual en muchos trasplantes, todo lleva su tiempo. De acuerdo -le contesto- esto no es más que un episodio fortuito. Y esbozo una sonrisa de aceptación.
Cierro los ojos y vuelvo a revivir esa solitaria noche junto a la máquina después de haber estado diez largos días lejos de ella y entonces entiendo porqué soy capaz de llegar a tomar ciertas decisiones.
Estaba convencida de que mi decisión era tan firme que nunca se vería alterada, a pesar de que mi profesión gira en torno al mundo de los niños y es difícil quitárselos de la cabeza.
Pero la vida sigue y continuamente nos enfrenta con nuevas situaciones e inunda nuestra mente de sensaciones y emociones que nunca antes habíamos experimentado.
Al final, el verdadero derrumbe emocional llegó de parte de mi vida privada. Un día quedamos a cenar con unos amigos (dos matrimonios jóvenes) Uno venía acompañado de su pequeña de cuatro meses, el otro estaba esperando un hijo. Aquella noche empezó a formarse la primera grieta en los pilares que sustentaban mi decisión.
Pero no eran unos pilares débiles; los cimientos del miedo son muy difíciles de destruir y en mi mente siempre estaba presente el miedo a volver a diálisis. Por eso aquella primera grieta no la percibí.
La segunda grieta apareció el día de mi boda, tampoco la sentí porque aquel día estaba muy feliz, como es natural. Mi hermano se levantó a brindar por la ocasión y aprovechó para anunciar que mi cuñada estaba embarazada. Aquello me pareció maravilloso, el mejor regalo de bodas del mundo; yo no tendría hijos pero tendría unos sobrinos a los que cuidar y querer.
Sin embargo, pasada la euforia de la boda, aquella noticia no hizo más que recordarme que nunca cumpliría mi sueño de ser madre.
Hasta entonces creía que mi decisión no me afectaría emocionalmente porque había sido voluntaria; en aquel momento comprendí que la sentía como una obligación y no como una decisión. Para mi tener hijos era algo que la naturaleza me negaba, como a las mujeres u hombres que sufren problemas de fertilidad.
Le conté a mi marido cómo me sentía, quizás debíamos replantearnos la situación. Él me dijo que le haría muy feliz tener un hijo, pero que también lo sería sin tenerlo, que la decisión era mía puesto que yo era la que arriesgaba y que me apoyaría en cualquiera de los casos, como siempre.
Acordé que me informaría mejor sobre los riesgos de un embarazo estando trasplantada, para poder tomar una decisión coherente y menos aventurada que la anterior.
En el momento en que la posibilidad de tener un hijo empezó a ser ligeramente factible, mi riñón dejó de ser la prioridad. Empecé a pensar en ese pequeño ser que se desarrollaría dentro de mí y a preocuparme por cómo podría afectarle a él mi situación. Qué tipo de madre sería -me preguntaba- si tuviese un hijo solo por mí, solo para sentirme realizada, sin pensar sobre todo en él.
Afortunadamente lo que hablé con los médicos y lo que pude leer me quitaron este miedo de la cabeza.
Mi decisión seguía estando en el aire, quizás lo más sensato seguía siendo lo primero; pero a mi cabeza cada vez le resultaba más difícil diferenciar entre sensatez y miedo y mi corazón solo quería escuchar a mis sentimientos.
La respuesta llegó de nuevo con una reunión de amigos. Vinieron con sus hijos, cargados de mudas, juguetes y potitos. Durante toda la tarde mi casa se lleno de gritos, llantos, carcajadas, primeras palabras, juegos,... cuando cerramos la puerta tras de ellos comencé a llorar desconsolada. En ese momento los pilares de mi antigua decisión se derrumbaron definitivamente. Quería ser madre.
Y así es como concluyó más de un año de indecisiones y comenzó un camino que todavía duraría dos años más hasta llegar a una verdadera decisión. Porque como siempre digo, en esta vida debemos intentar hacer de todo, pero todo tenemos que intentarlo con cabeza.
Foto: La carretera de los troles (Noruega)
©
Esther García Schmah
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